1.4.10

I will eat you up

No fue novedad que le dijeran que qué le pasaba, que en su tierna piel ahora había rasguños profundos, con color de entraña, que algo verde le salía de entremedio. Ella se había perdido, por unos minutos (otra vez), en esa nube densa y cuando volvió en sí, todos sus ojos ya la miraban con horror.

No fue novedad que la descubrieran, pero le daba pena, le seguía dando pena. Sobre todo cuando algunos exclamaron: no es para que te pongas así.

Trató de no mirarlos, de disimular las gigantescas y aparatosas garras que ahora saltaban de sus delicadas manos. Se levantó el vestido hasta arriba, a la altura de sus ojos, luego no supo bien dónde colocarlos, sus ojos, o su mirada, a la cual todavía le quedaba algo de furia, por eso estaban medio saltones.

Como siempre, una mano muy decidida le bajó el vestido casi automáticamente y le pegó un manotazo nervioso en una de sus manos, la que ya volvía casi a su tamaño habitual. Por favor, no nos avergüences, se te ven los calzones. Y la furia seguía encendida, en la profundidad.

Ellos se taparon con la tela, esa transparente, suave y bonita, y se fueron a dormir. El eco de sus pasitos y cuchicheos hizo imposible el sueño. Y así le llegaron las imagenes. Miles de imagenes, toda su vida. Diez niñas con uniforme, tapados sus oídos, todas riendo, ella enmedio. La comida en paz, conversación tranquila, algunas palabras y el plato volando hacia la pared, el portazo y el temblor. La culpa.

Recordó el gusto que le provocó mudarse a una ciudad distinta donde nadie la conocía, empezar de cero, donde nadie sabía su secreto. Ella podía sonreir ampliamente, dar un fuerte apretón al conocer a alguien, mostrarse interesada por la vida de los otros, ser agradable, amable, despreocupada, hasta felíz. De esos felices medio distraídos y tímidos. Y si, al principio lo era. Pero el momento siempre llegaba, el temido momento de la verdad. Los grandes amigos salpicados de cochambre verde, el pretendiente saliendo de su casa todo ensangrentado y con rostro incrédulo, los extraños que no se acercan para apretar su mano, pues les han contado ya de los ojos saltones, la piel rasgada, los gritos iracundos, los destrozos, los vidrios rotos.

No fue novedad. El mounstro vive. Ella lo conoce, aunque lo haya negado más de tres veces.

Lo único diferente esta vez es que ahora, en sus últimos cinco minutos del día antes de quedarse profundamente dormida, ella toma una decisión. Dejarse comer entera por él.


K.

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